El hallazgo en Córdoba del mayor arrabal islámico europeo permitió reconstruir la vida cotidiana de la civilización andalusí
De Al Andalus conocemos infinidad de secretos. Sabemos cómo se construyó la gran Mezquita Aljama, cómo era la gran biblioteca de Al Hakam y qué lujos rodeaban la vida de Abderramán III en su portentosa ciudad califal de Medina Azahara. Pero, ¿cómo vivía la gente corriente en la Córdoba del siglo X? ¿Cómo eran sus casas? ¿Qué cocinaban? ¿Dónde evacuaban las aguas residuales? Todas esas incógnitas se han ido despejando parcialmente en las últimas décadas.
A principios del siglo XXI se produjo un punto de inflexión para el conocimiento de la vida doméstica de Al Andalus. Córdoba se expandía hacia poniente, donde planificó la construcción de cientos de nuevas viviendas. Para el asombro de los arqueólogos, emergió del subsuelo un océano de cimientos urbanos medievales. El mayor arrabal islámico de Europa, tal como certificaron los expertos. Durante ocho años, y bajo la dirección de la arqueóloga Cristina Camacho, un equipo de especialistas diseccionó el colosal tesoro de piedra. Millones de piezas fueron registradas mientras se estudió minuciosamente el trazado urbano de un área superior a los 80.000 metros cuadrados.
Todo esa inmensa cartografía histórica fue poco después arrasada por las máquinas, en una controvertida decisión que levantó airadas protestas por parte de algunos especialistas. Pero eso es harina de otro costal. Muchos años después Cristina Camacho y Rafael Valera publicaron un revelador estudio sobre los extraordinarios hallazgos rescatados de las entrañas de la tierra. Se trataba del informe más completo y detallado sobre la vida doméstica de la capital andalusí.
El libro, titulado Historia y arqueología de la vida en Al Andalus, lograba reconstruir el pulso cotidiano de las capas populares del Califato omeya. Y ofrecía datos sorprendentes de la estructura residencial de una vivienda común: cómo era la cocina, de qué manera se disponían los dormitorios, cómo estaban acondicionados los cuartos de baño.
La primera conclusión del examen pormenorizado del yacimiento chocó frontalmente con la idea preconcebida del trazado urbano. El arrabal no era un enjambre de callejuelas y pasadizos estrechos típicos de las medinas árabes. Bien al contrario, se trataba de un viario perfectamente delineado con amplias avenidas y un urbanismo ordenado. Los expertos creen que todo ese planeamiento se sustentaba en un proyecto global concienzudamente calculado. No era, por tanto, la agregación caótica e improvisada de viviendas y comercios.
Las casas oscilaban entre los 30 y los 200 metros de planta. Por lo general, disponían de un patio central y un pozo de agua para autoconsumo familiar. Ese modelo, de clara herencia romana, aún pervive en cientos de viviendas del extensísimo casco histórico de Córdoba. Las casas han sido renovadas a lo largo de los siglos, pero el patrón arquitectónico permanece en muchos casos.
El arrabal contaba también con un avanzado sistema de conducción de aguas residuales, que eran evacuadas generalmente a los arroyos o directamente al río Guadalquivir. Las casas tenían letrinas y muchas de ellas incluían pozos ciegos renovados de forma regular. Abundaban los aljibes para almacenar el agua de lluvia.
Un gran salón articulaba las viviendas, a las que se accedía a través de un zaguán. Las cocinas solían estar dotadas de anafres y hornillos portátiles de cerámica para guisar. En las excavaciones, afloraron miles de fragmentos de cazuelas, ollas, vasijas y todo tipo de objetos domésticos, muchos de los cuales se conservan en el Museo Arqueológico de Córdoba. Las alcobas se organizaban en torno al salón principal. En los dormitorios, se utilizaban camastros de madera o jergones de lana para dormir.
Los investigadores examinaron con detalle el ajuar doméstico, basado en la cerámica común y asociado a actividades productivas relacionadas con la cocina, el transporte de agua, el almacenamiento de sólidos y la iluminación de estancias. Y constataron que las superficies más cuidadas tenían que ver con la cerámica de mesa y almacenamiento, lo que evidenciaba una clara conciencia ornamental en los objetos más visibles. Las superficies más rudas se reservaban a los instrumentos culinarios destinados a la preparación de alimentos.
Para pintar la cerámica utilizaban pigmentos elaborados a partir de la calcita, el óxido de plomo y el estaño. La coloración negra se obtenía del óxido de manganeso mientras que el rojo procedía del óxido de hierro. También era muy habitual el uso de las técnicas del vidriado, utilizadas por la cultura romana pero de las que no hay rastro durante el periodo visigodo. Los árabes las volvieron a importar a la península ibérica en un fenómeno de transferencia tecnológica procedente de la corte abbasí.
El proceso de orientalización de Al Andalus se intensificó durante el emirato de Abderramán II en el primer tercio del siglo IX. Dos personajes fueron clave en la transmisión cultural que atravesó el Mediterráneo desde los grandes focos islámicos de Oriente Medio. El primero fue Ziryab, poeta, gastrónomo y músico nacido en Mosul, que introdujo en Al Andalus las refinadas modas maceradas en la corte abbasí de Bagdad. Todo ese nuevo estilo oriental impactó en las élites cordobesas, también en el ajuar doméstico.
Ibn Firnás fue otro precursor esencial. Químico, inventor y humanista, fue pionero en la fabricación del vidrio cordobés, cuyo centro de producción en época emiral se ha localizado en el yacimiento de Zumbacón, donde se han detectado más de cien hornos. Los modelos de vajilla de vidrio y cerámica copiados de Oriente sirvieron de base para el desarrollo posterior de las modas verde y manganeso que tuvieron su auge en la Córdoba del Califato. Lo que comenzó a filtrarse en las capas acomodadas de la aristocracia omeya terminó con los años difundiéndose entre los barrios populares de la capital andalusí. Muestras sobradas de ello han sido acreditadas por los arqueólogos entre las cientos de miles de piezas registradas en el macro proyecto dirigido por Cristina Camacho.
El gran arrabal de Poniente se extendía en dirección a Medina Azahara, la gran ciudad palatina fundada por Abderramán III para exhibir su enorme poder político y religioso después de que se invistiera como califa. El primer califa de occidente. Hasta entonces todos sus antecesores omeyas habían adoptado el rango inferior de emires. Pero Abderramán III dio un salto cualitativo en su distinción política acorde con la pujanza de la gran civilización andalusí que se estaba consolidando en el sur de Europa.
Los expertos identificaron un considerable barrio dotado de todos los servicios necesarios de una comunidad sobradamente articulada. En las excavaciones se localizaron numerosas mezquitas, zocos y alojamientos o funduq con patios centrales y locales comerciales adosados. También abundaban los baños públicos, cuya funcionalidad no se limitaba a exigencias de naturaleza higiénica, sino que jugaban un papel social de conexión comunitaria.
Aparecieron cementerios urbanos y se descubrieron enterramientos en pequeñas fosas cubiertas por tejas, todos ellos acomodados en dirección a la Meca, tal como estipulan los preceptos islámicos. El exhaustivo estudio arqueológico permitió también certificar la existencia de un inspector de mercados o almotacén, que era un funcionario público que se dedicaba a vigilar que los pesos y medidas se fijaban conforme a las ordenanzas estatales. Todo ese tipo de hallazgos demostraban que el interés de la comunidad islámica o umma prevalecía sobre los legítimos derechos particulares.
La superficie excavada rondaba los 80.000 metros cuadrados, pero el área real del barrio de Poniente superaba con creces esa extensión. Los especialistas no se atreven a proporcionar una cifra exacta. Lo que sí confirman es que existen vestigios aún dormidos bajo tierra, que es probable que nunca se recuperen. Tampoco es posible cuantificar el número de habitantes del arrabal. Por lo general, las viviendas eran de un sola planta y en cada unidad familiar había entre cuatro y cinco personas. En lo que sí hay cierto consenso es en situar la población de Córdoba en 300.000 habitantes, un número exorbitante en el contexto del siglo X. Solo Bagdad exhibía entonces concentraciones urbanas comparables. Hay que recordar que París necesitó 500 años más para alcanzar los 225.000 vecinos.
Los autores del libro se han servido de tecnología digital en 3D para reconstruir las milenarias casas del arrabal de Poniente y volver a levantar los trazados urbanos de aquella zona residencial del siglo X, que desbordaron los límites de la ciudad amurallada. En un hecho poco frecuente, las investigaciones no se centraron en descifrar los interrogantes de los califas, los emires, los juristas, los guerreros o los acontecimientos relevantes de la historia. Por el contrario, descendieron a las clases populares para examinar sus formas de vida, sus condiciones de habitabilidad y la manera en que planificaban sus arrabales. Otra forma de mirar la historia a través de la realidad cotidiana.