Los musulmanes protagonizaron una gran transformación agrícola en la península ibérica con el impulso de nuevas técnicas de irrigación y la importación de variedades vegetales desde Oriente
La conquista islámica de la península ibérica en el año 711 inauguró un tiempo nuevo. Al Andalus propulsó una cultura renovadora en el campo de la ciencia, las artes, el pensamiento, la organización social, la estructura económica y la concepción urbana. Pero no solo. También imprimió un poderoso impulso a la agricultura, con la introducción de nuevos cultivos y técnicas avanzadas, que algunos se han atrevido a denominar revolución verde.
Más allá de la nomenclatura, existe un consenso casi generalizado entre los especialistas sobre las profundas transformaciones agroalimentarias protagonizadas por Al Andalus. A principios del siglo VIII, la vida rural peninsular se sustentaba en una economía familiar basada en el cultivo de cereales y la cría de caballos, ovejas y cerdos. Se trataba de una agricultura pobre y poco variada, que aprovechaba los avances hidráulicos implantados por los romanos siglos atrás y las prácticas agrícolas de rotación trienal.
Los nuevos conquistadores árabes reutilizaron los sistemas de cultivo preexistentes, pero los dotaron de una nueva dimensión, renovaron los métodos agrícolas y expandieron la superficie fértil hasta cotas nunca antes registradas. Así lo certifican numerosos estudios científicos, entre ellos los rubricados por Andrew M. Watson o Expiración García.
Las investigaciones acreditan que los musulmanes introdujeron variedades vegetales inéditas en Occidente, a la vez que intensificaron el cultivo de otras ya conocidas en suelo europeo. La mayor parte de las nuevas especies importadas provenían de Oriente y, sobre todo, de la India. La caña de azúcar, por ejemplo, fue descubierta por los árabes en el antiguo imperio sasánida y, a principios del siglo IX, ya hay constancia de que se cultiva en Salobreña y Almuñécar. Málaga, Denia, Castellón y la ribera del Guadalquivir también registran plantaciones de caña de azúcar en el periodo andalusí.
Los cítricos son otro hallazgo islámico introducido en la península ibérica. Todo indica que el cidro ya era conocido en el Mediterráneo antes de la irrupción del islam. No sucedió así con la naranja, el limonero y el pomelo, cuya aparición en suelo español está datada de época andalusí. De hecho, las crónicas se refieren al “naranjo de Sevilla” como el primer cítrico que penetra en Al Andalus, según describe el geógrafo Al Razi en el siglo X. Justamente en esa misma centuria Almanzor habilitó el Patio de los Naranjos de la gran Mezquita de Córdoba. La mayor parte de los cítricos son originarios de la India.
También proviene del gran subcontinente el arroz asiático. Y son los árabes quienes lo transmiten por todo el mundo islámico, hasta que llega a Al Andalus. La expansión del regadío favoreció enormemente el cultivo del arroz, principalmente en Valencia, y en menor medida en Córdoba. El sorgo o zahina, que requiere un clima cálido y seco, se utilizaba tanto para alimentación animal como para consumo humano.
De la India son los plátanos y los bananos, igualmente diseminados por Asia, Oriente Medio y el Magreb a lomos de las conquistas islámicas del siglo VII y VIII. Esta sabrosa fruta tuvo inicialmente problemas de adaptación en la península ibérica porque no soportaba los inviernos fríos y requería de cantidades ingentes de agua. Las nuevas especies exigían un clima húmedo, que, en la cuenca mediterránea, no siempre está disponible. Y ese desafío fue el que, en gran medida, incentivó la ampliación de la red de canales hidráulicos. La Vega de Granada, junto con Almuñécar y Salobreña, fueron las zonas idóneas para la plantación de plátanos.
Hortalizas, frutas y verduras, en variedades desconocidas hasta entonces, se expandieron a lo largo y ancho de los nuevos territorios conquistados por Al Andalus. Sandías, berenjenas, espinacas o colocasias ya son mencionadas en el Calendario de Córdoba del siglo X o los innumerables manuales de agricultura que empezaron a abundar entre las centurias XI y XII.
Muchos otros vegetales, de uso industrial para el textil, también entraron en España de la mano de los árabes. Es el caso del cáñamo, la alheña, el añil y, por supuesto, el algodón, que encontró suelo propicio para su cultivo en Guadix, Elvira, Valencia, Mallorca o el Algarve. En Sevilla se desarrolló una floreciente industria algodonera.
Hay algunas especies cuya introducción se ha atribuido erróneamente a los árabes. Por ejemplo, los albaricoques, la palmera datilera, el almendro, los granados y el azafrán, que ya eran conocidas por los romanos siglos atrás.
La gran revolución agrícola de los musulmanes en Al Andalus no habría podido ejecutarse sin una transformación innovadora y profunda de los sistemas de regadío. Uno de los motores de ese gran impulso hidráulico, como ya hemos dicho más arriba, fue la incorporación de frutas y verduras que necesitaban abundante agua. La caña de azúcar, por ejemplo, se plantaba tradicionalmente en Egipto y se beneficiaba de las crecidas regulares del Nilo. Pero el imponente río africano estaba a años luz del Guadalquivir. Aquí el clima era cambiante y la pluviometría tremendamente irregular.
Se necesitaba, por lo tanto, una estrategia que permitiera hacer acopio de agua y distribuirla de forma artificial. Se imponía desarrollar nuevas tecnologías para almacenar y canalizar el líquido elemento a lo largo de amplias extensiones de terreno. La revolución agraria necesitaba de una revolución tecnológica. Y así fue. Se prodigaron las norias, los azudes, los canales, las cisternas, los pozos y las captaciones subterráneas también conocidas como qanats. Algunos de estos métodos de ingeniería hidráulica ya se conocían desde época romana, pero fue la civilización andalusí la que exprimió su uso y perfeccionó su desarrollo tecnológico. Otros sistemas eran originarios de Oriente Medio.
La productividad agrícola creció de forma exponencial gracias al regadío. Pero no únicamente. Se aplicaron innovadores modelos de cultivo con distintos métodos de rotación. Y se consolidó una nueva temporada de cosechas en el periodo estival. Hasta entonces, la tierra reposaba en verano y era frecuente el barbecho cada dos inviernos. Los andalusíes, en cambio, lograron multiplicar el rendimiento de manera notable. El uso de fertilizantes naturales, principalmente paja mezclada con estiércol, mejoraron ostensiblemente las producciones.
Como consecuencia de ello, la población dio un salto demográfico notorio y se produjeron cambios en la estructura económica andalusí espoleados por el aumento de los excedentes agrícolas. El comercio experimentó un significativo desarrollo, la economía monetaria se expandió, se reforzó el sistema impositivo y surgieron industrias derivadas del sector primario, tales como las refinerías de azúcar, los talleres hilanderos o las factorías de algodón.
Uno de los signos más relevantes de la revolución agraria andalusí fue la multiplicación de las acequias. Hasta tal punto de que muchas de ellas han logrado sobrevivir mil años después. Y aún en innumerables puntos de Andalucía y la zona de levante siguen funcionando a pleno rendimiento. Solo en Granada y Almería, el Laboratorio de Arqueología Biocultural de la UGR ha logrado catalogar 24.000 kilómetros de canales de riego. En estas dos provincias, perviven 550 comunidades de regantes y 830 espacios de riego históricos para nada menos que 200.000 hectáreas.
La mayor concentración de acequias andalusíes se encuentra en territorio nazarí, aunque en la Andalucía Bética también se prodigaron. En la Axarquía malagueña han sido inventariadas antiguas acequias en Canillas, Frigiliana, Cómpeta, Sedella o Salares. Sus indiscutibles valores medioambientales y agrícolas siguen siendo hoy vigentes. De tal forma que muchas comunidades las están recuperando gracias a un proyecto innovador dirigido por el arqueólogo José María Civantos. El objetivo es frenar el acusado proceso de despoblamiento rural y la reutilización de las acequias andalusíes se ha convertido en un oportuno instrumento de salvación.
A través de los siglos, la red de acequias ha demostrado ser un sistema sostenible y resiliente, con capacidad para adaptarse a las transformaciones sociales, políticas, económicas y también climáticas. Sin embargo, el auge imparable del productivismo y el mercado global agroalimentario han arrollado en las últimas décadas los métodos tradicionales de riego. Y muchos de ellos estaban siendo abandonados sistemáticamente, sobre todo en la Alpujarra. Eso es precisamente lo que el proyecto del Laboratorio de Arqueología Biocultural quiere frenar y revertir.
Hasta el año 2022, el grupo de investigación logró restaurar 14 acequias, con un total de 80 kilómetros, la inmensa mayoría de origen andalusí. La rehabilitación de los canales históricos ha permitido regular los pastos, relanzar cultivos en desuso y recargar los acuíferos. Porque las acequias no únicamente proporcionan rendimientos agrícolas. También generan servicios ambientales de primer orden: evitan la erosión y la salinización del suelo, y regulan los ciclos hidráulicos naturales. Las llamadas acequias de careo canalizan el agua procedente del deshielo hacia las zonas más bajas.
Todo este formidable trabajo de recuperación histórica está permitiendo recuperar fincas de castaños y robles, terrenos de trigo, cebada, patatas, judías, pistachos y otras muchas variedades condenadas a muerte en los últimos años. Y, como un milagro inesperado de la madre tierra, resucita la gran revolución agrícola que pintó de verde hace un milenio los campos de Al Andalus.